Así habla Pedroñeras (4): Los blanqueaores del cementerio: Varejón, caceta, brocha y becicleta | Las Pedroñeras

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viernes, 15 de enero de 2016

Así habla Pedroñeras (4): Los blanqueaores del cementerio: Varejón, caceta, brocha y becicleta


Varejón, caceta y cal
chiquetes arbañiles blanqueaores pedroñeros
¡Quién los volviera a pillar!


por Fabián Castillo Molina





En los años 60, otro uso que se daba al varejón descrito en el Diccionario de Pedroñeras de Ángel Carrasco, era el de palo de blanquear. (De esa palabra ha salido la siguiente historia). Se trataba normalmente de una vara larga de chopo, limpia de nudos y corteza, pero de superficie irregular, ya endurecida y seca. En el extremo más delgado se le colocaba la brocha con una inclinación de 45 grados aproximadamente. Se ataba con firmeza  la brocha al varejón mediante un cordel o cordeta de esparto y en algunos casos con hilo de pita, que por aquellas fechas empezaba a usarse en sustitución de las tomizas tradicionales. Por entonces, todavía no existían los palos extensibles de aluminio que hoy todos conocemos, como tampoco se usaban las gafas de sol ni los guantes de goma. Tampoco existía la Ley de Prevención de Riesgos Laborales ni la obligación de que todos los menores de 18 años asistieran a colegios o institutos.



Los blanqueaores del camposanto (o cementerio)

A finales de agosto, unos días antes de las fiestas, el maestro albañil les dijo a los dos jóvenes que se encargaban del blanqueo de fachadas entre otras tareas: 

"Mañana por la tarde, al terminar ande estáis, pasaros por el corral a apagar la cal, que vais a blanquear el camposanto. Traeros la ropa de blanqueaores, las cacetas,  los varejones y las brochas. Luego, el jueves, antes de vese quiero veros aquí con las becicletas".

Era tarea de los encargados de blanquear, formaba parte de su trabajo, ir al corral del maestro la tarde o noche anterior al blanqueo y apagar la cal viva. En aquel caso, el bidón que usaron ya lo habían utilizado varias veces. Fue uno de los desechados de cuando alquitranaron por vez primera la carretera de Las Mesas. El bidón era de chapa fuerte apta para soportar el alquitrán caliente. Por tanto resistía bien aquella prueba. Echaban en él unos cubos de agua para después ir añadiendo poco a poco los terrones de cal. Aquel día pasó algo imborrable para la memoria del joven oficial.




Uno de los blanqueaores, ya pasado un tiempo, recordaba los hechos:

"Tendríamos Miguel y yo unos quince o dieciseis años, éramos quintos. A la mañana siguiente, antes de vese, como había dicho el maestro, agarramos cada uno nuestra bicicleta y arreamos p'allá con los varejones de chopo travesaus entre el manillar y el hombro dejando sitio pa tocar el timble (como decíamos entonces).  Algunas veces, al doblar una esquina, como el varejón era bastante largo, lo cogíamos con una mano como si fuéramos caballeros de torneos medievales con caballo y lanza en ristre, arremetíamos calle abajo contra viento y marea, mientras con la otra mano sujetábamos el manillar.  Bajamos a toa leche por la calle Fray Luis de León,  la cuesta de Fermín Mota y así atravesamos la Alcantarilla y la carretera; mirando bien, eso sí, por si venía algún coche de los pocos que pasaban entonces por el desvíe".


También recordaba el que fue chiquete, como he dicho,  muchos años después, según cuenta, hasta lo que pensaba mientras conducía la bicicleta aquella madrugada:

"Era cosa de ver y que no se olvida, cuando los grandes terrones gordos de cal viva, como guesones duros, entraban en contacto con el agua  y empezaban a rechirvir. Aquello paecía que cobraba vida, qué chasquíos y qué crujíos metía el bidón. Aquello era misterioso, paecía cabalico un volcán cuando entra en erución y to eso. Daba respeto ver cómo salpicaban fuera del bidón pegotes de cal abrasando, como si fuera lava blanca; chocaban contra los bordes, contra las paeres del bidón del alquitrán. De aquellos cráteres saltaban chispas blancas que salían despedías entre los borbotones y las burbujas del hervidero entre una nube de vaho y un olor como ácido, pero aquello era visto y no visto lo rápido que entraba en reacción. Había que retirase y tener mucho cuidao con atinar a añadir agua a cierta distancia cuando la cal estaba hirviendo para bajale un poco los humos al volcán,  que no se arramara, porque si no, luego bastante teníamos con el maestro".





Y seguía contando la historia, porque lo que pasó, sin ser grave, fue para no olvidarse fácilmente:

"Poco antes de llegar los dos a la puerta del cementerio, nos esperaba allí el hermano Jacinto, ya maduro, con el sombrero puesto aunque no había salío el sol. Este Jacinto sería nuestro ayudante. Había traído en un remolquete de mano de aquellos que usaba Rafa el Gasiosero, dos espuertas de goma, dos calderos, un cubo, la cal apagá, las brochas y las cacetas. Atamos cada uno nuestra brocha al varejón fuerte, pa que no se moviera como sabíamos bien, con la inclinación adecuada.

Nos liamos a blanquear la paer del saliente antes que diera el sol, porque en cuanto pegaba en la cal  nos deslumbraba y no teníamos gafas de sol ni de ninguna clase, ni pa protegenos de las salpicaúras cuando tirábamos la cal al sabanillo con las cacetas pa blanquear las tejas del alero. Tamién se blanqueaban casi toas las tapias con caceta, menos en algunos rodales que estaba la paer más lisa y era mejor dale con brocha. Tamién cuando caían chorreones o había bujeros y mentiras que se daba mejor cubrilos con las brochas.

Pos ya verás. Antes de inos a almorzar, ya habíamos terminao la paer  del este, y nos habíamos fijao en el verdor y la hermosura de las nogueras de Pelayo, que estaban cerca. La paer que da a la carretera Las Mesas, la del mediodía, había que terminala antes que apretara el sol, porque cuando pega de lleno, como dije antes, blanquear sin gafas duele mucho, es un deslumbramiento difícil de aguantar. Fue poco antes de inos a comer cuando de una cacetá mal tirá, Miguel le atizó de lleno a Jacinto en to los ojos, no sé cómo se apañó. El pobre hombre dio un respingo y un ¡¡mecagüennnntooo!!, que tuvo que oíse en el lugar. Rápido empezamos a echale agua del cubo con la mano lavándole los ojos, como sabíamos que había que hacer, y menos mal que el cubo estaba lleno y allí mismo; y aunque luego se estuvo quejando to el día, paice que el hombre no llegó a quedase ciego, pero vista perdió el pobre, antes de tiempo.

De toas maneras, y a pesar del percance, la cerca del camposanto quedó blanca como la nieve pa que el Día de los Santos estuviera to más limpio que la patena".


Fotografías de Jesús Antonio Madrigal López


Libros de Fabián Castillo Molina


Al pueblo (poesía) y La Culpa (novela)



 



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Y si me dais una dirección, os lo puedo acercar a casa.
Ángel Carrasco Sotos

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